Llame ya
Capítulo II
La primera vez que Javier S. y Rogelio “el Hamster” T. se encontraron en el Café de Borbolla no fue casualidad. El primero lo sabía: iba ataviado con su traje de color resplandeciente, dejando fluir la rebeldía de su corbata para que ésta mostrara con descaro el nombre de su papi costurero, un tal señor Armani; el segundo sólo lo intuía: por eso llevaba la libreta en un bolsillo aparte, donde las hojas que había arrancado a quemarropa no pudieran entrometerse con su reputación artificial. “Si este tipo llega, no quiero que sepa de mi apodo, y menos que los escuincles indecentes tienen el descaro de hacer caricaturas mías en mi propia libreta de apuntes”, se había dicho El Hamster antes de salir de la estética. Después de todo, Rogelio no era idiota, aunque se esforzara en conseguirlo: la realidad era que, a todas luces, su escaso amor propio (que había adquirido de barata en un mercado florentino) apenas le alcanzaba para recibir con dignidad las Buenas Tardes™ de los peluqueros a los que conocía desde la infancia. Y, aún así, no había logrado que le respetaran el precio luego de que la “Peluquería Enrique y Hnos.” se convirtiera en la “Estática Unisex Henry”. Esta maldita globalización: “no se basta con poner en jaque mi honorable profesión, sino que ahora me mantiene con un elegante despeinado al modesto precio de tres mililitros de bilis la hora”.
Le decían profesor por una coincidencia que a Rogelio le parecía deuda kármica. Porque, si bien era cierto que enseñaba, el resto del templete era más bien holográfico. Había bastado con que un día sacara su libretita (su maldita libretita) frente a una señora de pinta más o menos honrosa, para que la comunidad de padres de familia lo tomara como maestro de niños de secundaria, para dar esas clases de recuperación para la materia de Literatura Hispanoamericana. Desde entonces, cada 100 pesos, que correspondían a un precio muy alto para los 3600 segundos de lenta agonía y espasmódica estupidez vertida a cuentagotas sobre los monumentos magistralmente erigidos por Quiroga, Cortázar y Borges (ese Borges que tanto se debía incomodar en su tumba al ver la calidad de lectura en la que habían terminado sus laberintos, tan complicados como las hormonas femeninas), le parecían una deuda jurada con los dioses de la pluma. “En el juego del karma literario, yo debo estar muchos goles abajo”, se repetía con tristeza cada vez que un puberto hacía fácil burla de “La Señorita Cora”. Lo cierto era que, dioses enojados o no, Rogelio veía despeñar, una a una, las cosas que, según él, le ataban con su amada literatura. Se había quedado calvo, es cierto, y eso podía resarcirle algo del talento perdido. Pero, por lo demás, nada: era un tipo de 27 años que no podía superar las letras que había escrito a los 19, en un cuento ultraísta pomposamente bautizado “Cachún-cuepa” que le había merecido el premio de cuento otorgado por la revista “Colilla”, editada por un compa de la prepa. Ahora sólo era un profesor de tardes, de cafés perdidos, de letras escafandra jugando al suicidio en un bar al cual él siempre llegaba tarde para prevenir o ayudar a sus ideas menos agraciadas. Era un maestro sustituto de apodo fácil, de piernas cortas y panza chelera, de habilidad nula y de coraje gastado. Era un hamster dando vueltas en su rueda, sin mucho ánimo. Y estaba ahí, en el Café de Borbolla, en una actitud quizá muy cínica para alguien que, de entrada, se sabe capaz solamente de dibujar ocasionalmente mujeres desnudas en la libreta en la que debería escribir poemas dada o cuentos verdaderamente espectaculares, como cortos de festival de Cannes. Cínico, panzón, zapeado y todo, estaba ahí: con su peinado a la Stroke esperando al editor que tantas mieles le había prometido por teléfono.
- Vos debes ser El Hamster… er… Rogelio. Mi madre ha hecho una estampa exacta de vos, che.
(Nota mental de Rogelio: escribir sobre el niño de papi mamón que cree que por vivir un año en Buenos Aires puede darse el lujo de boludear a la gente como si fuera choripan. Al final del cuento, es asesinado por un feligrés de Maradona).
Rogelio se había hecho ilusiones. Después de todo, no hay muchas cosas qué hacer en el insomnio: cuando uno lleva cuatro horas buscándole a la cama la forma del sueño, encontrando bajo las sábanas solo la silueta inconclusa de una mujer probablemente inexistente, no queda más remedio que vivir la vida, o lo que queda de ella, como si el devenir se tratara de infomerciales altamente prometedores. Él se había comprometido a llamar en los primeros veinte minutos, siempre que la oportunidad presentada fuese consistente y tuviera un 01-800. Nada que perder: después de todo, un niño popis con CD’s de éxito como regalo especial, era mejor que un montón de escuincles confesándole el transcurso de su última chaqueta.
- Mi vieja (quiso decir “mi madre”) cree que vos tenés todo lo necesario para ser un escritor de altura, che. Y yo no me ando con boludeces, ¿viste? (quiso decir “con pendejadas, ¿ves?”), lo que me interesa son los nuevos valores, la literatura, el arte. No basta ser un pelotudo: hay que ser un pelotudo exitoso (quiso decir: “sí, dije que te regresaría tu dinero si no estás satisfecho, pero no TODO tu dinero”).
- ¿Me estás diciendo que quieres que escriba un cuento para tu antología?
- Mirá que sos más sagaz que Alfonsín…
(Nota mental de Javier: este tipo es un idiota)
(Nota mental de Rogelio: este tipo es un cliché mal armado. Y creo que tengo que comprar desodorante).
- … sin embargo (ya va a empezar a mamar), la cosa no se queda en el cuentito, chavón. Lo que yo te ofrezco es un negocio redondo. Un brinco a la fama que ni las hermanas Hilton.
- Oye, a mí no me late el sado. Y me veo muy mal en látex.
- Más que un cuento, lo que te pido es una crónica Ander. ¿Vos viste la película esa de Truman?
- No soy fan de Truman Capote…
- No, la de Truman Show. Ésa en la que el pobre pibe vive engañado, y cree que tiene una vida más o menos feliz, pero que al final resulta que no, y que vive en un enorme estudio, y que todo lo que pasa a su alrededor es parte de un show bien armado, y que nunca será libre y esas cosas. ¿La habés visto?
Rogelio había visto la versión porno de esa película: una bebé era encerrada en un estudio donde desde pequeña le enseñaban que el sexo era una cosa demasiado natural. Como es de imaginarse, la pequeñita crece para convertirse en una ninfómana irreversible, a la que acaban corriendo del estudio por insaciable. Luego se enfrenta a un mundo “real” para el cual resulta demasiado promiscua, pero feliz. El Hamster conocía bien esa película porque, a pesar de ser una porno bastante fina y divertida, él mismo a veces se sentía así: demasiado para saberse tan observado.
- ¿Me quieres encerrar en un estudio?
- No, che, no. ¿Vos te creés que alguien va a dar quilombo por ver un guatón como vos? Lo que te pido es que sigás a la mina; que le hagás creer que la querés y esas cosas. Que no se entere de que estás llevando registro de su vida…
(¡Es increíble! ¿En verdad es capaz de triturar toda esa comida en tan pocos segundos? (hay una pila de vísceras de Rogelio regadas en una inmensa tabla de cocina). Sí, y lo más maravilloso es que hace cortes perfectos, como si los hubieras medido con regla. ¡No lo puedo creer! Tendría que ser un imbécil para dejar pasar esta oferta… ¿Está harto de pasar años y años tratando de cocinar una vida perfecta? No espere más. El nuevo Life-Slicer 2000 le permite preparar una vida deliciosa y perfecta en pocos segundos. Sólo tome su incredulidad y pásela por las navajas del Life Slicer, y vea su vida cortada en perfectos patrones de éxito. No espere más. Llame ya.)
- ¿Qué te hace pensar que una chica como esa, tan interesante y eso, se fijará en un escritor sin talento como yo?
- Tendrás guionistas, che. Todo está contemplado. Lo que nos interesa (el uso impersonal de la primera persona que no debería ser plural jamás) es que la mina sea vista con un boludo corriente como vos. Es marketing for dummies… La clásica historia romeoyjulietana ochentena: el pibe de la moto, un poco nerd y esas cosas, que anda de pololo con la mina chic. Es un éxito sí o sí. ¿Qué dices? ¿Vas a tomar el tren VIP a la fama? Es una oportunidad que no podés perder…
…
La segunda vez que Javier S. y Rogelio “El Hamster” T. se encontraron en el Café de Borbolla, fue mera casualidad. Uno de ellos iba a morir, pero ninguno de los dos lo sabía. Esa noche, sin embargo, Rogelio no pudo dormir. Imaginaba acrósticos con el nombre de ella:
Arde en mi cuerpo tu belleza
Nomás pensar en el umbral de tu piel cereza,
Gotas de ilusión que rompen el silencio
Enfrascado en mi terror inusitado de tu olor anunciado,
Locamente ponderado, escondido en lo incierto,
Inocuo,
Nublando mi clamor estrepitoso que
Anida en la ansiedad de verte.
Mira lejos, llama pronto,
Oculta el tiempo,
Toma lo mejor de mí,
Acógeme.
Y sabía que, para bien o para mal, ésa sería la última oportunidad: ya fuera que se regocijara con el regalo especial de los veinte minutos, ya fuera la condena eterna, parecida, con toda seguridad, a una noche de insomnio sin cable. El insomnio, por otra parte, jamás sería para él lo mismo: Angelina Mota era la cara de todas las porno, el producto maravilloso de las evidencias fortuitas, el abdomen escultural inalcanzable pero fácil, la película repetida que recuerda el triunfo probable. Angelina Mota era el insomnio. Y él, con bríos renovados, estaba dispuesto a ser el clamor en MUTE capaz de llevarse su historia silente y, de paso, su amor de diez minutos al día. Hizo a un lado las cosas que guardaba en el cajón: un muñeco de Star Wars todavía empacado, una biblia que escondía fotos indecentes, la marihuana que le había regalado el Chori, los discos de Pink Floyd, y dispuso en medio de todo ello el recorte de revista donde Angelina dejaba entrever un atrevido holán de la blusa inconclusa. Desde ese instante, el insomnio, todo él, le pertenecía de vuelta al Hamster. Con todo y su peinado despeinado, con todo y su talento nulo y sus dibujitos de libretita. Cogió el teléfono y llamó al Call Center. Estaba seguro de que todavía le darían de regalo el libro de recetas de cocina con ese flamante procesador de alimentos cárnicos.
La primera vez que Javier S. y Rogelio “el Hamster” T. se encontraron en el Café de Borbolla no fue casualidad. El primero lo sabía: iba ataviado con su traje de color resplandeciente, dejando fluir la rebeldía de su corbata para que ésta mostrara con descaro el nombre de su papi costurero, un tal señor Armani; el segundo sólo lo intuía: por eso llevaba la libreta en un bolsillo aparte, donde las hojas que había arrancado a quemarropa no pudieran entrometerse con su reputación artificial. “Si este tipo llega, no quiero que sepa de mi apodo, y menos que los escuincles indecentes tienen el descaro de hacer caricaturas mías en mi propia libreta de apuntes”, se había dicho El Hamster antes de salir de la estética. Después de todo, Rogelio no era idiota, aunque se esforzara en conseguirlo: la realidad era que, a todas luces, su escaso amor propio (que había adquirido de barata en un mercado florentino) apenas le alcanzaba para recibir con dignidad las Buenas Tardes™ de los peluqueros a los que conocía desde la infancia. Y, aún así, no había logrado que le respetaran el precio luego de que la “Peluquería Enrique y Hnos.” se convirtiera en la “Estática Unisex Henry”. Esta maldita globalización: “no se basta con poner en jaque mi honorable profesión, sino que ahora me mantiene con un elegante despeinado al modesto precio de tres mililitros de bilis la hora”.
Le decían profesor por una coincidencia que a Rogelio le parecía deuda kármica. Porque, si bien era cierto que enseñaba, el resto del templete era más bien holográfico. Había bastado con que un día sacara su libretita (su maldita libretita) frente a una señora de pinta más o menos honrosa, para que la comunidad de padres de familia lo tomara como maestro de niños de secundaria, para dar esas clases de recuperación para la materia de Literatura Hispanoamericana. Desde entonces, cada 100 pesos, que correspondían a un precio muy alto para los 3600 segundos de lenta agonía y espasmódica estupidez vertida a cuentagotas sobre los monumentos magistralmente erigidos por Quiroga, Cortázar y Borges (ese Borges que tanto se debía incomodar en su tumba al ver la calidad de lectura en la que habían terminado sus laberintos, tan complicados como las hormonas femeninas), le parecían una deuda jurada con los dioses de la pluma. “En el juego del karma literario, yo debo estar muchos goles abajo”, se repetía con tristeza cada vez que un puberto hacía fácil burla de “La Señorita Cora”. Lo cierto era que, dioses enojados o no, Rogelio veía despeñar, una a una, las cosas que, según él, le ataban con su amada literatura. Se había quedado calvo, es cierto, y eso podía resarcirle algo del talento perdido. Pero, por lo demás, nada: era un tipo de 27 años que no podía superar las letras que había escrito a los 19, en un cuento ultraísta pomposamente bautizado “Cachún-cuepa” que le había merecido el premio de cuento otorgado por la revista “Colilla”, editada por un compa de la prepa. Ahora sólo era un profesor de tardes, de cafés perdidos, de letras escafandra jugando al suicidio en un bar al cual él siempre llegaba tarde para prevenir o ayudar a sus ideas menos agraciadas. Era un maestro sustituto de apodo fácil, de piernas cortas y panza chelera, de habilidad nula y de coraje gastado. Era un hamster dando vueltas en su rueda, sin mucho ánimo. Y estaba ahí, en el Café de Borbolla, en una actitud quizá muy cínica para alguien que, de entrada, se sabe capaz solamente de dibujar ocasionalmente mujeres desnudas en la libreta en la que debería escribir poemas dada o cuentos verdaderamente espectaculares, como cortos de festival de Cannes. Cínico, panzón, zapeado y todo, estaba ahí: con su peinado a la Stroke esperando al editor que tantas mieles le había prometido por teléfono.
- Vos debes ser El Hamster… er… Rogelio. Mi madre ha hecho una estampa exacta de vos, che.
(Nota mental de Rogelio: escribir sobre el niño de papi mamón que cree que por vivir un año en Buenos Aires puede darse el lujo de boludear a la gente como si fuera choripan. Al final del cuento, es asesinado por un feligrés de Maradona).
Rogelio se había hecho ilusiones. Después de todo, no hay muchas cosas qué hacer en el insomnio: cuando uno lleva cuatro horas buscándole a la cama la forma del sueño, encontrando bajo las sábanas solo la silueta inconclusa de una mujer probablemente inexistente, no queda más remedio que vivir la vida, o lo que queda de ella, como si el devenir se tratara de infomerciales altamente prometedores. Él se había comprometido a llamar en los primeros veinte minutos, siempre que la oportunidad presentada fuese consistente y tuviera un 01-800. Nada que perder: después de todo, un niño popis con CD’s de éxito como regalo especial, era mejor que un montón de escuincles confesándole el transcurso de su última chaqueta.
- Mi vieja (quiso decir “mi madre”) cree que vos tenés todo lo necesario para ser un escritor de altura, che. Y yo no me ando con boludeces, ¿viste? (quiso decir “con pendejadas, ¿ves?”), lo que me interesa son los nuevos valores, la literatura, el arte. No basta ser un pelotudo: hay que ser un pelotudo exitoso (quiso decir: “sí, dije que te regresaría tu dinero si no estás satisfecho, pero no TODO tu dinero”).
- ¿Me estás diciendo que quieres que escriba un cuento para tu antología?
- Mirá que sos más sagaz que Alfonsín…
(Nota mental de Javier: este tipo es un idiota)
(Nota mental de Rogelio: este tipo es un cliché mal armado. Y creo que tengo que comprar desodorante).
- … sin embargo (ya va a empezar a mamar), la cosa no se queda en el cuentito, chavón. Lo que yo te ofrezco es un negocio redondo. Un brinco a la fama que ni las hermanas Hilton.
- Oye, a mí no me late el sado. Y me veo muy mal en látex.
- Más que un cuento, lo que te pido es una crónica Ander. ¿Vos viste la película esa de Truman?
- No soy fan de Truman Capote…
- No, la de Truman Show. Ésa en la que el pobre pibe vive engañado, y cree que tiene una vida más o menos feliz, pero que al final resulta que no, y que vive en un enorme estudio, y que todo lo que pasa a su alrededor es parte de un show bien armado, y que nunca será libre y esas cosas. ¿La habés visto?
Rogelio había visto la versión porno de esa película: una bebé era encerrada en un estudio donde desde pequeña le enseñaban que el sexo era una cosa demasiado natural. Como es de imaginarse, la pequeñita crece para convertirse en una ninfómana irreversible, a la que acaban corriendo del estudio por insaciable. Luego se enfrenta a un mundo “real” para el cual resulta demasiado promiscua, pero feliz. El Hamster conocía bien esa película porque, a pesar de ser una porno bastante fina y divertida, él mismo a veces se sentía así: demasiado para saberse tan observado.
- ¿Me quieres encerrar en un estudio?
- No, che, no. ¿Vos te creés que alguien va a dar quilombo por ver un guatón como vos? Lo que te pido es que sigás a la mina; que le hagás creer que la querés y esas cosas. Que no se entere de que estás llevando registro de su vida…
(¡Es increíble! ¿En verdad es capaz de triturar toda esa comida en tan pocos segundos? (hay una pila de vísceras de Rogelio regadas en una inmensa tabla de cocina). Sí, y lo más maravilloso es que hace cortes perfectos, como si los hubieras medido con regla. ¡No lo puedo creer! Tendría que ser un imbécil para dejar pasar esta oferta… ¿Está harto de pasar años y años tratando de cocinar una vida perfecta? No espere más. El nuevo Life-Slicer 2000 le permite preparar una vida deliciosa y perfecta en pocos segundos. Sólo tome su incredulidad y pásela por las navajas del Life Slicer, y vea su vida cortada en perfectos patrones de éxito. No espere más. Llame ya.)
- ¿Qué te hace pensar que una chica como esa, tan interesante y eso, se fijará en un escritor sin talento como yo?
- Tendrás guionistas, che. Todo está contemplado. Lo que nos interesa (el uso impersonal de la primera persona que no debería ser plural jamás) es que la mina sea vista con un boludo corriente como vos. Es marketing for dummies… La clásica historia romeoyjulietana ochentena: el pibe de la moto, un poco nerd y esas cosas, que anda de pololo con la mina chic. Es un éxito sí o sí. ¿Qué dices? ¿Vas a tomar el tren VIP a la fama? Es una oportunidad que no podés perder…
…
La segunda vez que Javier S. y Rogelio “El Hamster” T. se encontraron en el Café de Borbolla, fue mera casualidad. Uno de ellos iba a morir, pero ninguno de los dos lo sabía. Esa noche, sin embargo, Rogelio no pudo dormir. Imaginaba acrósticos con el nombre de ella:
Arde en mi cuerpo tu belleza
Nomás pensar en el umbral de tu piel cereza,
Gotas de ilusión que rompen el silencio
Enfrascado en mi terror inusitado de tu olor anunciado,
Locamente ponderado, escondido en lo incierto,
Inocuo,
Nublando mi clamor estrepitoso que
Anida en la ansiedad de verte.
Mira lejos, llama pronto,
Oculta el tiempo,
Toma lo mejor de mí,
Acógeme.
Y sabía que, para bien o para mal, ésa sería la última oportunidad: ya fuera que se regocijara con el regalo especial de los veinte minutos, ya fuera la condena eterna, parecida, con toda seguridad, a una noche de insomnio sin cable. El insomnio, por otra parte, jamás sería para él lo mismo: Angelina Mota era la cara de todas las porno, el producto maravilloso de las evidencias fortuitas, el abdomen escultural inalcanzable pero fácil, la película repetida que recuerda el triunfo probable. Angelina Mota era el insomnio. Y él, con bríos renovados, estaba dispuesto a ser el clamor en MUTE capaz de llevarse su historia silente y, de paso, su amor de diez minutos al día. Hizo a un lado las cosas que guardaba en el cajón: un muñeco de Star Wars todavía empacado, una biblia que escondía fotos indecentes, la marihuana que le había regalado el Chori, los discos de Pink Floyd, y dispuso en medio de todo ello el recorte de revista donde Angelina dejaba entrever un atrevido holán de la blusa inconclusa. Desde ese instante, el insomnio, todo él, le pertenecía de vuelta al Hamster. Con todo y su peinado despeinado, con todo y su talento nulo y sus dibujitos de libretita. Cogió el teléfono y llamó al Call Center. Estaba seguro de que todavía le darían de regalo el libro de recetas de cocina con ese flamante procesador de alimentos cárnicos.
2 Comments:
¿Y para cuándo el capítulo tres?
¿Escriben uno y uno o cómo?
Estimadísimo: no sé si estoy muy cruda, si soy medio babosa o nomás no leí bien, pero en mi profunda ignorancia no logro dilucidar bien a bien quién es Rogelio y quién es Javier. Suerte y espero el tercero. Besos, Soad.
Publicar un comentario
<< Home